Galahad,The Wise Dragon-Wizard
Lined Alsab´s GatesKeeper



Está escrito en el Portal de LINED ALSAB,
el Castillo junto al mar...

El guardian de la lluvia y el viento


Pets name: Escarcha
Adopt your own!


La Guardiana del Espejo del Tiempo


Pets name: Lady of Shallot
Adopt your own!


El Guardian del Libro de Cristal


Pets name: ShadowLord
Adopt your own!


Si sabes las palabras hechizadas,puedes invocarlos.Te guiaran por Mi Reino, protegiéndote de los peligros y amparándote en tu tristeza.Camina tranquilo y feliz en su compañía...¡Nunca te abandonaran!

blog


CALL GHALAHAD
ANSWER THE RIDDLE
SAY THE ENCHANTED WORDS
AND THE GATES WILL BE OPEN, FRIEND





¡¡¡AND THE ADVENTURE, BEGINS!!!




bloggerNecesitasblogger



.*.Mapa de Lined Alsab.*.


.*.Para que encuentres mis Post perdidos, Pon el nombre o palabra de tu interés.*.






.*.Cartas al Reino de Liz.*.



Pincha el logo y envíame un mail




.*.¿Me entiendes?.*.







blog


blog




¡Click! en Arwen 
si deseas ver el detalle de los Libros

2011 Reading Challenge

Elizabetha has read 6 books toward her goal of 60 books.
hide

martes, 27 de octubre de 2009

Dos magníficos cuentos de terror "El Gato Negro"-Edgar Allan Poe y "Markheim"- Robert Louis Stevenson


Ilustración de perteneciente a "La Divina Comedia"
Dibujada por Gustave Doré


Quiero dejarles dos cuentos de terror que marcaron mi temprana adolescencia (11-12 años).El primero porque no pude pegar un ojo durante toda una noche despues que lo lei para un control que tenía en el colegio y el segundo, por la ingeniosa forma en que plantea el tema del miedo y del demonio.

"El Gato Negro"-Edgar Allan Poe
Traducción de Julio Cortazar



No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Fuente:http://www.ciudadseva.com


"Markheim"-Robert Louis Stevenson


-Sí -dijo el anticuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados -y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso -continuó- recojo el beneficio debido a mi integridad.

Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.

El anticuario rió entre dientes.

-Viene usted a verme el día de Navidad -continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.

El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:

-¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!

Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.

-Esta vez -dijo- está usted equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad para una dama -continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe despreciarse.

A esto siguió una pausa, durante la cual el anticuario pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de muchos relojes entre los curiosos muebles de la tienda, y el rumor de los cabriolés en la cercana calle principal, llenaron el silencioso intervalo.

-De acuerdo, señor -dijo el anticuario-, como usted diga. Después de todo es usted un viejo cliente; y si, como dice, tiene la oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien le ponga obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado para una dama -continuó-; este espejo de mano, del siglo XV, garantizado; también procede de una buena colección, pero me reservo el nombre por discreción hacia mi cliente, que como usted, mi querido señor, era el sobrino y único heredero de un notable coleccionista.

El anticuario, mientras seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para coger un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una repentina crispación de muchas pasiones tumultuosas que se abrieron camino hasta su rostro. Pero su turbación desapareció tan rápidamente como se había producido, sin dejar otro rastro que un leve temblor en la mano que recibía el espejo.

-Un espejo -dijo con voz ronca; luego hizo una pausa y repitió la palabra con más claridad-. ¿Un espejo? ¿Para Navidad? Usted bromea.

-¿Y por qué no? -exclamó el anticuario-. ¿Por qué un espejo no?

Markheim lo contemplaba con una expresión indefinible.

-¿Y usted me pregunta por qué no? -dijo-. Basta con que mire aquí..., mírese en él... ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! A mí tampoco me gusta... ni a ningún hombre.

El hombrecillo se había echado para atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de manera tan repentina; pero al descubrir que no había ningún otro motivo de alarma, rió de nuevo entre dientes.

-La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con su futura esposa, señor -dijo el anticuario.

-Le pido -replicó Markheim- un regalo de Navidad y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras... ¡una conciencia de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba usted en algo concreto? Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de usted. Voy a arriesgarme a hacer la suposición de que en secreto es usted un hombre muy caritativo.

El anticuario examinó detenidamente a su interlocutor. Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba la impresión de estar riéndose; había en su rostro algo así como un ansioso chispazo de esperanza, pero ni el menor asomo de hilaridad.

-¿A qué se refiere? -preguntó el anticuario.

-¿No es caritativo? -replicó el otro sombríamente-. Sin caridad; impío; sin escrúpulos; no quiere a nadie y nadie le quiere; una mano para coger el dinero y una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo cielo, buen hombre! ¿Es eso todo?

-Voy a decirle lo que es en realidad -empezó el anticuario, con voz cortante, que acabó de nuevo con una risa entre dientes-. Ya veo que se trata de un matrimonio de amor, y que ha estado usted bebiendo a la salud de su dama.

-¡Ah! -exclamó Markheim, con extraña curiosidad-. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de ello.

-Yo -exclamó el anticuario-, ¿enamorado? Nunca he tenido tiempo ni lo tengo ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse el espejo?

-¿Por qué tanta prisa? -replicó Markheim-. Es muy agradable estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una milla de altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que lleguemos a ser amigos !

-Sólo tengo una cosa que decirle -respondió el anticuario-. ¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda!

-Es cierto, es cierto -dijo Markheim-. Ya está bien de bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme alguna otra cosa.

El anticuario se agachó de nuevo, esta vez para dejar el espejo en la estantería, y sus finos cabellos rubios le cubrieron los ojos mientras lo hacía. Markheim se acercó a él un poco más, con una mano en el bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire los pulmones; al mismo tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en su rostro: terror y decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un extraño fruncimiento del labio superior, enseñó los dientes.

-Esto, quizá, resulte adecuado -hizo notar el anticuario; y mientras se incorporaba, Markheim saltó desde detrás sobre su víctima. La estrecha daga brilló un momento antes de caer. El anticuario forcejeó como una gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y luego se desplomó sobre el suelo como un rebaño de trapos.

El tiempo hablaba por un sinfín de voces apenas audibles en aquella tienda; había otras solemnes y lentas como correspondía a sus muchos años, y aun algunas parlanchinas y apresuradas. Todas marcaban los segundos en un intrincado coro de tic-tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corriendo pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto de voces, devolviendo a Markheim la conciencia de lo que tenía alrededor. Contempló la tienda lleno de pavor. La vela seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba solemnemente debido a una corriente de aire; y por aquel movimiento insignificante, la habitación entera se llenaba de silenciosa agitación, subiendo y bajando como las olas del mar; las sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los retratos y los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el agua. La puerta interior seguía entreabierta y escudriñaba el confuso montón de sombras con una larga rendija de luz semejante a un índice extendido.

De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la víctima, que yacía encogido y desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa extraña, más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en aquella desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que un montón de aserrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no era nada. Y sin embargo mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa vieja y aquel charco de sangre empezaron a expresarse con voces elocuentes. Allí tenía que quedarse; no había nadie que hiciera funcionar aquellas articulaciones o que pudiera dirigir el milagro de su locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo encontraran. Y ¿cuando lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un grito que resonaría por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. Muerto o vivo aquello seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el enemigo cuando faltaba la inteligencia», pensó; y la primera palabra se quedó grabada en su mente. El tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el tiempo, que había terminado para la víctima, se había convertido en perentorio y trascendental para el asesino.

Aún seguía pensando en esto cuando, primero uno y luego otro, con los ritmos y las voces más variadas -una tan profunda como la campana de una catedral, otra esbozando con sus notas agudas el preludio de un vals-, los relojes empezaron a dar las tres.

El repentino desatarse de tantas lenguas en aquella cámara silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un lado para otro con la vela, acosado por sombras en movimiento, sobresaltado en lo más vivo por reflejos casuales. En muchos lujosos espejos, algunos de estilo inglés, otros de Venecia o Ámsterdam, vio su cara repetida una y otra vez, como si se tratara de un ejército de espías; sus mismos ojos detectaban su presencia; y el sonido de sus propios pasos, aunque anduviera con cuidado, turbaba la calma circundante. Y todavía, mientras continuaba llenándose los bolsillos, su mente le hacía notar con odiosa insistencia los mil defectos de su plan. Tendría que haber elegido una hora más tranquila; haber preparado una coartada; no debería haber usado un cuchillo, tendría que haber sido más cuidadoso y atar y amordazar sólo al anticuario en lugar de matarlo; o, mejor, ser aún más atrevido y matar también a la criada; tendría que haberlo hecho todo de manera distinta; intensos remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de la mente para cambiar lo incambiable, para planear lo que ya no servía de nada, para ser el arquitecto del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda esta actividad, terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de agitación las más remotas cámaras de su cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro y sus nervios se estremecerían como un pez cogido en el anzuelo; o presenciaba, en desfile galopante, el arresto, la prisión, la horca y el negro ataúd.

El terror a los habitantes de la calle bastaba para que su imaginación los percibiera como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor del forcejeo no hubiera llegado a sus oídos, despertando su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que los recuerdos del pasado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de distintas categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de su corazón, curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz de moverse con la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de Bohemia parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una rápida transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le parecía una fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los que pasaran por la calle; y entonces andaba con más energía y se movía entre los objetos de la tienda imitando, jactanciosamente, los movimientos de un hombre ocupado, en el sosiego de su propia casa.

Pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que, mientras una porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba al borde de la locura. Una particular alucinación había conseguido tomar fuerte arraigo. El vecino escuchando con rostro lívido junto a la ventana, el viandante detenido en la acera por una horrible conjetura, podían sospechar pero no saber; a través de las paredes de ladrillo y de las ventanas cerradas sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto salir a la criada en busca de su novio, humildemente engalanada y con un «voy a pasar el día fuera» escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí, estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos..., era consciente, inexplicablemente consciente de una presencia. Efectivamente; su imaginación era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de sí mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio.

A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba hacia la puerta entreabierta que aún conservaba un extraño poder de repulsión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo, el día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que se filtraba hasta el piso bajo débil en extremo, capaz apenas de iluminar el umbral de la tienda. Y, sin embargo, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra?

Repentinamente, desde la calle, un caballero muy jovial empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían continuas referencias al anticuario llamándolo por su nombre de pila. Markheim, convertido en estatua de hielo, lanzó una mirada al muerto. Pero no había nada que temer: seguía tumbado, completamente inmóvil; había huido a un sitio donde ya no podía escuchar aquellos golpes y aquellos gritos; se había hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que en otro tiempo fuera capaz de atraer su atención en medio del fragor de la tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y en seguida el jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle adelante.

Aquello era una clara insinuación de que convenía apresurar lo que faltaba por hacer; que convenía marcharse de aquel barrio acusador, sumergirse en el baño de las multitudes londinenses y alcanzar, al final del día, aquel puerto de salvación y de aparente inocencia que era su cama. Había aparecido un visitante: en cualquier momento podía aparecer otro y ser más obstinado. Haber cometido el crimen y no recoger los frutos sería un fracaso demasiado atroz. La preocupación de Markheim en aquel momento era el dinero, y como medio para llegar hasta él, las llaves.

Miró por encima del hombro hacia la puerta entreabierta, donde aún permanecía la sombra temblorosa; y sin conciencia de ninguna repugnancia mental pero con un peso en el estómago, Markheim se acercó al cuerpo de su víctima. Los rasgos humanos característicos habían desaparecido completamente. Era como un traje relleno a medias de aserrín, con las extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre. Markheim temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por los hombros para ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y flexible y las extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en las más extrañas posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda expresión, pero estaba tan pálido como la cera, y con una mancha de sangre en la sien. Esta circunstancia resultó muy desagradable para Markheim. Le hizo volver al pasado de manera instantánea; a cierto día de feria en una aldea de pescadores, un día gris con una suave brisa; a una calle llena de gente, al sonido estridente de las trompetas, al redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de baladas; y a un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes escenas, atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su aprendiz; los Mannig con su huésped asesinado; Weare en el momento de su muerte a manos de Thurtell; y una veintena más de crímenes famosos. Lo veía con tanta claridad como si fuera un espejismo; Markheim era de nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la misma sensación física de náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba atontado por el redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día le vino a la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad en las articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y vencerlas.

Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda fijeza el rostro muerto y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e importancia de su crimen. Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había expresado los más variados sentimientos que aquella boca había hablado, que aquel cuerpo se había encendido con energías encaminadas hacia una meta; y ahora, y por obra suya aquel pedazo de vida se había detenido, como el relojero, interponiendo un dedo, detiene el latir del reloj. Así razonaba en vano; no conseguía sentir más remordimientos; el mismo corazón que se había encogido ante las pintadas efigies del crimen, contemplaba indiferente su realidad. En el mejor de los casos, sentía un poco de piedad por uno que había poseído en vano todas esas facultades que pueden hacer del mundo un jardín encantado; uno que nunca había vivido y que ahora estaba ya muerto. Pero de contrición, nada; ni el más leve rastro.

Con esto, después de apartar de sí aquellas consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua sobre el tejado había roto el silencio. Al igual que una cueva con goteras, las habitaciones de la casa estaban llenas de un eco incesante que llenaba los oídos y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, a medida que Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que se retiraban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el umbral. Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a sus músculos y abrió la puerta de par en par.

La débil y neblinosa luz del día iluminaba apenas el suelo desnudo, las escaleras, la brillante armadura colocada, alabarda en mano, en un extremo del descansillo, y los relieves en madera oscura y los cuadros que colgaban de los paneles amarillos del revestimiento. Era tan fuerte el golpear de la lluvia por toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a diferenciarse en muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros, el ruido de un regimiento marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al contarlas, el chirriar de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía mezclarse con el repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de los desagües. La sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta llevarlo al borde de la locura. Por todos lados se veía acechado y cercado por aquellas presencias. Las oía moverse en las habitaciones altas; oía levantarse en la tienda al anticuario; y cuando empezó, haciendo un gran esfuerzo, a subir las escaleras, sintió pasos que huían silenciosamente delante de él y otros que le seguían cautelosamente. Si estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería conservar la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre renovada, se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía alerta a las avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su vida. Markheim giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían salírsele de las órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes se veían recompensados a medias con la cola de algún ser innominado que se desvanecía. Los veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron otras tantas agonías.

En el primer piso las puertas estaban entornadas; tres puertas como tres emboscadas, haciéndole estremecerse como si fueran bocas de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse suficientemente protegido contra los observadores ojos de los hombres; anhelaba estar en su casa, rodeado de paredes, hundido entre las ropas de la cama, e invisible a todos menos a Dios. Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco, recordando historias de otros criminales y del miedo que, según contaban, sentían ante la idea de un vengador celestial. No sucedía así, al menos, con él. Markheim temía las leyes de la naturaleza, no fuera que en su indiferente e inmutable proceder, conservaran alguna prueba concluyente de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso y abyecto, algún corte en la continuidad de la experiencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la naturaleza. El suyo era un juego de habilidad, que dependía de reglas, que calculaba las consecuencias a partir de una causa; y ¿qué pasaría si la naturaleza, de la misma manera que el tirano derrotado volcó el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su concatenación? Algo parecido le había sucedido a Napoleón (al menos eso decían los escritores) cuando el invierno cambió el momento de su aparición. Lo mismo podía sucederle a Markheim; las sólidas paredes podían volverse transparentes y revelar sus acciones como las colmenas de cristal revelan las de las abejas; las recias tablas podían ceder bajo sus pies como arenas movedizas, reteniéndolo en su poder; y existían accidentes perfectamente posibles capaces de destruirlo; así, por ejemplo, la casa podía derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su víctima; o podía arder la casa vecina y verse rodeado de bomberos por todas partes. Estas cosas le inspiraban miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se las podía considerar como la mano de Dios extendida contra el pecado. Pero en cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida por él era sin duda excepcional, pero también lo eran sus excusas, que Dios conocía; era en ese tribunal y no entre los hombres, donde estaba seguro de alcanzar justicia.

Después de llegar sano y salvo a la sala y de cerrar la puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que iba a disfrutar de un descanso después de tantos motivos de alarma. La habitación estaba completamente desmantelada, sin alfombra por añadidura, con muebles descabalados y cajas de embalaje esparcidos aquí y allá; había varios espejos de cuerpo entero, en los que podía verse desde diferentes ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de espaldas contra la pared; un elegante aparador Sheraton, un armario de marquetería, y una gran cama antigua, con dosel. Las ventanas se abrían hasta el suelo, pero afortunadamente la parte inferior de los postigos estaba cerrada, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim procedió entonces a colocar una de las cajas de embalaje delante del armario y empezó a buscar entre las llaves. Era una tarea larga, porque había muchas, y molesta por añadidura; después de todo, podía no haber nada en el armario y el tiempo pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta sirvió para que se serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando en cuando miraba hacia ella directamente, de la misma manera que al comandante de una plaza sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen estado de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. El ruido de la lluvia que caía en la calle resultaba perfectamente normal y agradable En seguida, al otro lado, alguien empezó a arrancar notas de un piano hasta formar la música de un himno, y las voces de muchos niños se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa y tranquilizadora era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim las escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de la iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos bañándose en el río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar sus cometas por un cielo cubierto de nubes empujadas por el viento; y después, al cambiar el ritmo de la música, otra vez en la iglesia, con la somnolencia de los domingos de verano, la voz aguda y un tanto afectada del párroco (que le hizo sonreír al recordarla), las tumbas del período jacobino, y el texto de los Diez Mandamientos grabado en el presbiterio con caracteres ya apenas visibles.

Y mientras estaba así sentado, distraído y ocupado al mismo tiempo, algo le sobresaltó, haciéndole ponerse en pie. Tuvo una sensación como de hielo, y luego un calor insoportable, le pareció que el corazón iba estallarle dentro del pecho y finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror. Alguien subía la escalera con pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se posó sobre el picaporte, la cerradura emitió un suave chasquido y la puerta se abrió.

El miedo tenía a Markheim atenazado. No sabía qué esperar: si al muerto redivivo, a los enviados oficiales de la justicia humana, o a algún testigo casual que, sin saberlo, estaba a punto de entregarlo a la horca. Pero cuando el rostro que apareció en la abertura recorrió la habitación con la vista, lo miró, hizo una inclinación de cabeza, sonrió como si reconociera en él a un amigo, retrocedió de nuevo y cerró la puerta tras de sí, Markheim fue incapaz de controlar su miedo y dejó escapar un grito ahogado. Al oírlo, el visitante volvió a entrar.

-¿Me llamaba? -preguntó con gesto cordial; y con esto, introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de nuevo la puerta.

Markheim lo contempló con la mayor atención imaginable. Quizá su vista tropezaba con algún obstáculo, porque la silueta del recién llegado parecía modificarse y ondular como la de los ídolos de la tienda bajo la luz vacilante de la vela; a veces le parecía reconocerlo; a veces le daba la impresión de parecerse a él; y a cada momento, como un peso intolerable, crecía en su pecho la convicción de que aquel ser no procedía ni de la tierra ni de Dios.

Y sin embargo aquella criatura tenia un extraño aire de persona corriente mientras miraba a Markheim sin dejar de sonreír; y después, cuando añadió: «¿Está usted buscando el dinero, no es cierto?», lo hizo con un tono cortés que nada tenía de extraordinario.

Markheim no contestó.

-Debo advertirle -continuó el otro- que la criada se ha separado de su novio antes de lo habitual y que no tardará mucho en estar de vuelta. Si el señor Markheim fuera encontrado en esta casa, no necesito describirle las consecuencias.

-¿Me conoce usted? -exclamó el asesino.

El visitante sonrió.

-Hace mucho que es usted uno de mis preferidos -dijo-; le he venido observando durante todo este tiempo y he deseado ayudarle con frecuencia.

-¿Quién es usted? -exclamó Markheim-: ¿el Demonio?

-Lo que yo pueda ser -replicó el otro- no afecta para nada al servicio que me propongo prestarle.

-¡Sí que lo afecta! -exclamó Markheim-, ¡claro que sí! ¿Ser ayudado por usted? ¡No, nunca, no por usted! ¡Todavía no me conoce, gracias a Dios, todavía no!

-Le conozco -replicó el visitante, con tono severo o más bien firme-. Conozco hasta sus más íntimos pensamientos.

-¡Me conoce! -exclamó Markheim-. ¿Quién puede conocerme? Mi vida no es más que una parodia y una calumnia contra mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores que este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos. La vida se los lleva a todos a rastras, como si un grupo de malhechores se hubiera apoderado de ellos y acallara sus gritos a la fuerza. Si no hubieran perdido el control..., si se les pudiera ver la cara, serían completamente diferentes, ¡resplandecerían como héroes y como santos! Yo soy peor que la mayoría; mi ser auténtico está más oculto; mis razones sólo las conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría mostrarme tal como soy.

-¿Ante mí? -preguntó el visitante.

-Sobre todo ante usted -replicó el asesino-. Le suponía inteligente. Pensaba, puesto que existe, que resultaría capaz de leer los corazones. Y, sin embargo, ¡se propone juzgarme por mis actos! Piense en ello; ¡mis actos! Nací y he vivido en una tierra de gigantes; gigantes que me arrastran, cogido por las muñecas, desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de las circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme por mis actos! ¿No es capaz de mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal me resulta odioso? ¿No ve usted cómo la conciencia escribe dentro de mí con caracteres muy precisos, nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí frecuentemente desobedecidos? ¿No me reconoce usted como algo seguramente tan común como la misma humanidad: el pecador que no quiere serlo?

-Se expresa usted con mucho sentimiento -fue la respuesta-, pero todo eso no me concierne. Esas razones quedan fuera de mi competencia, y no me interesan en absoluto los apremios por los que se ha visto usted arrastrado; tan sólo que le han llevado en la dirección correcta. Pero el tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las gentes que pasan y los dibujos de las carteleras, pero está cada vez más cerca; y recuerde, ¡es como si la horca misma caminara hacia usted por las calles en este día de Navidad! ¿No debería ayudarle, yo que lo sé todo? ¿No debería decirle dónde está el dinero?

-¿A qué precio? -preguntó Markheim.

-Le ofrezco este servicio como regalo de Navidad -contestó el otro.

Markheim no pudo evitar la triste sonrisa de quien alcanza una amarga victoria.

-No -dijo-; no quiero nada que venga de sus manos; si estuviera muriéndome de sed, y fuera su mano quien acercara una jarra a mis labios, tendría el valor de rechazarla. Puede que sea excesivamente crédulo, pero no haré nada que me ligue voluntariamente al mal.

-No tengo nada en contra de un arrepentimiento en el lecho de muerte -hizo notar el visitante.

-¡Porque no cree usted en su eficacia! -exclamó Markheim.

-No diría yo eso -respondió el otro-; en realidad miro estas cosas desde otra perspectiva, y cuando la vida llega a su fin, mi interés decae. El hombre en cuestión ha vivido sirviéndome, extendiendo el odio disfrazado de religión, o sembrando cizaña en los trigales, como hace usted, a lo largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a los deseos. Cuando el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más: arrepentirse, morir sonriendo, aumentando así la confianza y la esperanza de los más tímidos entre mis seguidores. No soy un amo demasiado severo. Haga la prueba. Acepte mi ayuda. Disfrute de la vida como lo ha hecho hasta ahora; disfrute con mayor amplitud, ponga los codos sobre la mesa; y cuando empiece a anochecer y se cierren las cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta le resultará fácil llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con Dios. Regreso ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y la habitación estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas escuchando sus últimas palabras: y cuando le he mirado a la cara, una cara que reaccionaba contra la compasión con la dureza del pedernal, he encontrado en ella una sonrisa de esperanza.

-Entonces, ¿me cree usted una criatura como ésas? -preguntó Markheim-. ¿Cree usted que no tengo aspiraciones más generosas que pecar y pecar y pecar, para, en el último instante, colarme de rondón en el cielo? Mi corazón se rebela ante semejante idea. ¿Es ésa toda la experiencia que tiene usted de la humanidad? ¿O es que, como me sorprende usted con las manos en la masa, se imagina tanta bajeza? ¿O es que el asesinato es un crimen tan impío que seca por completo la fuente misma del bien?

-El asesinato no constituye para mí una categoría especial -replicó el otro-. Todos los pecados son asesinatos, igual que toda vida es guerra. Veo a su raza como un grupo de marineros hambrientos sobre una balsa, arrebatando las últimas migajas de las manos más necesitadas y alimentándose cada uno de las vidas de los demás. Sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todos que la última consecuencia es la muerte; y desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos cubierta de sangre humana que un asesino como usted. ¿He dicho que sigo los pecados? También me interesan las virtudes; apenas se diferencian de ellos en el espesor de un cabello: unos y otras son las guadañas que utiliza el ángel de la Muerte para recoger su cosecha. El mal, para el cual yo vivo, no consiste en la acción sino en el carácter. El hombre malvado me es caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de las edades, quizá se revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes más excepcionales. Y si yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se debe a que haya usted asesinado a un anticuario, sino a que es usted Markheim.

-Voy a abrirle mi corazón -contestó Markheim-. Este crimen en el que usted me ha sorprendido es el último. En mi camino hacia él he aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es una lección, una lección de gran importancia. Hasta ahora me he rebelado por las cosas que no tenía; era un esclavo amarrado a la pobreza, empujado y fustigado por ella. Existen virtudes robustas capaces de resistir esas tentaciones; no era ése mi caso: yo tenía sed de placeres. Pero hoy, mediante este crimen, obtengo riquezas y una advertencia; la posibilidad y la firme decisión de ser yo mismo. Paso a ser en todo una voluntad libre; empiezo a verme completamente cambiado; a considerar estas manos agentes del bien y este corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a mí desde el pasado; algo que soñaba los domingos por la tarde con un fondo de música de órgano; o que planeaba cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos de nobles ideas, cuando hablaba con mi madre, aún niño inocente. En eso estriba el sentido de mi vida; he andado errante unos cuantos años, pero ahora veo una vez más cuál es mi destino.

-Va usted a usar el dinero en la Bolsa, ¿no es cierto? -observó el visitante-; y, si no estoy equivocado, ¿no ha perdido usted allí anteriormente varios miles?

-Sí -dijo Markheim-; pero esta vez se trata de una jugada segura.

-También perderá esta vez -replicó, calmosamente, el visitante.

-¡Me guardaré la mitad! -exclamó Markheim.

-También la perderá -dijo el otro.

La frente de Markheim empezó a llenarse de gotas de sudor.

-Bien; si es así, ¿qué importancia tiene? -exclamó-. Digamos que lo pierdo todo, que me hundo otra vez en la pobreza, ¿será posible que una parte de mí, la peor, continúe hasta el final pisoteando a la mejor? El mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones. No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me ocurren grandes hazañas, renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en un delito como el asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos. Siento piedad por los pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los compadezco y los ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no hay nada bueno ni verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el corazón. Y ¿han de ser mis vicios quienes únicamente dirijan mi vida, mientras las virtudes carecen de todo efecto, como si fueran trastos viejos? No ha de ser así; también el bien es una fuente de actos.

Pero el visitante alzó un dedo.

-Durante los treinta y seis años que lleva usted vivo -dijo-, durante los cuales su fortuna ha cambiado muchas veces y también su estado de ánimo, le he visto caer cada vez más bajo. Hace quince años le hubiera asustado la idea del robo. Hace tres años la palabra asesinato le hubiera acobardado. ¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad o bajeza ante la que todavía retroceda?... ¡Dentro de cinco años le sorprenderé haciéndolo! Su camino va siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá detenerlo.

-Es verdad -dijo Markheim con voz ronca- que en cierta manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les sucede a todos; los mismos santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos delicados, acomodándose a lo que les rodea.

-Voy a hacerle una pregunta muy simple -dijo el otro-, y de acuerdo con su respuesta le haré saber cuál es su horóscopo moral. Ha ido usted haciéndose más laxo en muchas cosas; posiblemente hace usted bien; y en cualquier caso, lo mismo les sucede a los demás hombres. Pero, aunque reconozca eso, ¿cree que en algún aspecto particular, por insignificante que sea, es usted más exigente en su conducta, o cree más bien que se ha dejado ir en todo?

-¿En algún aspecto particular? -repitió Markheim, sumido en angustiosa consideración-. No -añadió después, con desesperanza-, ¡en ninguno! Me he ido dejando arrastrar en todo.

-Entonces -dijo el visitante-, confórmese con lo que es, porque nunca cambiará; el papel que representa usted en esta obra ha sido ya irrevocablemente escrito.

Markheim permaneció callado un buen rato, y de hecho fue el visitante quien rompió primero el silencio.

-Siendo ésa la situación -dijo-, ¿debo mostrarle el dinero?

-¿Y la gracia? -exclamó Markheim.

-¿No lo ha intentado ya? -replicó el otro-. Hace dos o tres años, ¿no le vi en una reunión evangelista, y no era su voz la que cantaba los himnos con más fuerza?

-Es cierto -dijo Markheim-; y veo con claridad en qué consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con toda mi alma; se me han abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como soy.

En aquel momento, la nota aguda de la campanilla de la puerta resonó por toda la casa; y el visitante, como si se tratara de una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.

-¡La criada! -exclamó-. Ha regresado, como ya le había advertido, y ahora tendrá usted que dar otro paso difícil. Su señor, debe usted decirle, está enfermo, debe usted hacerla entrar, con expresión tranquila pero más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su papel, ¡y yo le prometo que tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro, con la puerta cerrada la misma destreza que le ha permitido librarse del anticuario, le servirá para eliminar este último obstáculo en su camino. A partir de ese momento tendrá usted toda la tarde, la noche entera, si fuera necesario, para apoderarse de los tesoros de la casa y ponerse después a salvo. Se trata de algo que le beneficia aunque se presente con la máscara del peligro. ¡Levántese! -exclamó-; ¡levántese, amigo mío!; su vida está oscilando en la balanza: ¡levántese y actúe!

Markheim miró fijamente a su consejero.

-Si estoy condenado a hacer el mal -dijo-, todavía tengo una salida hacia la libertad..., puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de la más pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera del alcance de todas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía y valor.

Los rasgos del visitante empezaron a sufrir una extraordinaria transformación; todo su rostro se iluminó y dulcificó con una suave expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus facciones fueron palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o a entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las escaleras muy despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando ante él; lo fue viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal sueño, tan desprovisto de sentido como un homicidio accidental... el escenario de una derrota. La vida, tal como estaba volviendo a verla, no le tentaba ya; pero en la orilla más lejana era capaz de distinguir un refugio tranquilo para su embarcación. Se detuvo en el pasillo y miró dentro de la tienda, donde la vela ardía aún junto al cadáver. Todo se había quedado extrañamente silencioso. Allí parado, empezó a pensar en el anticuario. Y una vez más la campanilla de la puerta estalló en impaciente clamor.

Markheim se enfrentó a la criada en el umbral de la puerta con algo que casi parecía una sonrisa.

-Será mejor que avise a la policía -dijo-: he matado a su señor.
FIN

Bournemouth, 1884

Fuente:http://www.ciudadseva.com


¡¡¡Disfrutenlos!!!



3 Sonrizas Cristalinas... y tu ¿entras al Castillo?:

Sonrió Mágicamente geekandela

Leí el del gato negro hará unos años... De un libro de la biliboteca, cómo no :)
Me interesa lo del Halloween de México; ya estoy curioseando entre tus posts ;)

Un abrazo,

Damned

Sonrió Mágicamente Ireth Sindanárië

¡Hola Elizabetha!

¿Cóno te va todo? Espero que bien.Perdón por todo este tiempo en el que no he visitado tu blog, me gusta mucho pero es que me ha sido imposible por los estudios que no me dejan tiempo libre y por problemas que he tenido. De ahora en adelante intentaré conectarme cada X tiempo para haceros algunas visitas y publicar algo en mi blog, que lo tengo muy olvidado.
El primer relato que has publicado, el de El gato negro, lo leí por primera vez en clase de lengua hace 4 años, y no veas cómo dejó jeje. La verdad es que me gustó, pues Poe es uno de mis autores favoritos como ya sabrás ;)
El segundo lo leeré este finde cuando tenga un ratito, así que ya te diré si me ha gustado.
Por cierto, no sabía que fueran hacer una peli de Sherlock Holmes, y menos que Jude Law salía en ella!!!

Espero oír pronto noticias tuyas ^^

¡Besos!

Sonrió Mágicamente Elizabetha Souvre

DAMNED
Subi el gato negro porue es un clasico...el cuento siguinete es genila...

Me alegro que te gusten las tadicones de mexico...son muy interesntes..adoro esa cultura colorida y ala vez oscura...muero por un libro de un antropologo que se llama "el concepto de la muerte en Mexico" es gordisimo y exxplica como idea enraizada abarca politica, religion, sociedad etc.

IRETH
Todos hemos leido el gato negro y muerto d terrror jaa!!! por eso o subi,Creo que el segundo cuento te gustará...el suspenso es lo que lo mantiene vivo.

Si! hay peli d eSherlock co Jude y Robert...awesome"!!! No?

Y no te preocupes , los estuios conusmen mucho tiempo...yo hago malabares para mantener mis blogs, y aun no pudo actualizar el de cuentos porque mi material se extravio =(

besos a ambas

Regálame una Sonrisa Mágica Embellecen mi Mundo

Hola...deja una notita con confianza.¡No sabes cuanto me gustan!, gracias
Elizabetha =3

¡¡¡COMENTA MÁS RÁPIDO PINCHADO AAAQUIIII CON LA FORMA ANTIGUA DE BLOGEER ^^!!!

 
















Que tus pasos sean benditos, Viajero

blog

Subir a Inicio